Decidí dejarme empujar por los vientos, justo cuando empieza el verano... Pero, a pesar de que no parezca el momento más propicio, en las tardes me encuentro con que hasta me entran hojas a los ojos con los vendavales que se presentan -desenfocados. Y en eso somos parecidos: fuera de lugar; bastante poco ubicados y, también, poco desubicados. Es el producto de dejarse avasallar por todos lados por alientos diferentes; si fuese un viento de Oriente, si fuese un viento del Norte...
A veces me imagino que hubiese destino; me imagino a Venus soplándome del Este, y a Minerva aleteandome en las noches del Poniente. No lo sé, tengo dos piernas, dos manos, dos ojos y dos orejas, dos pechos y dos cabezas, no veo el problema: mi derecha se va a la izquierda y vice versa.
Hay otros momentos más desnudos, más honestos, en los que creo que no hay nada. Es más, que no sé nada. La negación absoluta me parece entonces tan absurda como la total afirmación. Pero entonces, ¿Qué?. Sigo sujeta a los mismos empujones, por aquí, por allá. Sin remitente, claro. En la duda el agente es anónimo; ¡anónimo y condicional! Si hubiera algún destino...
No veo el problema de responder a las fuerzas de gravedad que llaman desde todo el contorno de la Rosa de los vientos. Es el espacio. El espacio siempre se intenta llenar (eso aprendí sobre los astronautas, y observando una botella de shampoo, que cuando la apretaba, salía el aire y se contraía para negarle espacio al mero espacio, aún cuando ello dependiera aquello de deformar su cuerpo), entonces me tira, me desintegra, lo cual es paradójico (considerando que hay que saber de todo, para ser integral...), porque creo, porque siento, que estoy en el espacio.
Estoy íntegramente desintegrada.
Y el problema es que se piensa. Plantados, a merced de una brisa, se piensa. ¿Para qué? Para desentrañar el vaivén.
Estamos diseñados para pensar, dicen, pero yo... yo me quiero balancear
(y en mi balanceo voy del mismo al pensamiento: me arranca Afrodita y me encaja en su corona; me corta Atenea y me aplasta entre sus libros)
A veces me imagino que hubiese destino; me imagino a Venus soplándome del Este, y a Minerva aleteandome en las noches del Poniente. No lo sé, tengo dos piernas, dos manos, dos ojos y dos orejas, dos pechos y dos cabezas, no veo el problema: mi derecha se va a la izquierda y vice versa.
Hay otros momentos más desnudos, más honestos, en los que creo que no hay nada. Es más, que no sé nada. La negación absoluta me parece entonces tan absurda como la total afirmación. Pero entonces, ¿Qué?. Sigo sujeta a los mismos empujones, por aquí, por allá. Sin remitente, claro. En la duda el agente es anónimo; ¡anónimo y condicional! Si hubiera algún destino...
No veo el problema de responder a las fuerzas de gravedad que llaman desde todo el contorno de la Rosa de los vientos. Es el espacio. El espacio siempre se intenta llenar (eso aprendí sobre los astronautas, y observando una botella de shampoo, que cuando la apretaba, salía el aire y se contraía para negarle espacio al mero espacio, aún cuando ello dependiera aquello de deformar su cuerpo), entonces me tira, me desintegra, lo cual es paradójico (considerando que hay que saber de todo, para ser integral...), porque creo, porque siento, que estoy en el espacio.
Estoy íntegramente desintegrada.
"El Hombre no es más que un junco, el más débil de la Naturaleza,
pero un junco que piensa"
(Pascal)
pero un junco que piensa"
(Pascal)
Y el problema es que se piensa. Plantados, a merced de una brisa, se piensa. ¿Para qué? Para desentrañar el vaivén.
Estamos diseñados para pensar, dicen, pero yo... yo me quiero balancear
(y en mi balanceo voy del mismo al pensamiento: me arranca Afrodita y me encaja en su corona; me corta Atenea y me aplasta entre sus libros)
2 comentarios:
Hermosa.
El pensar no es más que un soporte al vaivén; un movimiento de estabilidad, de descanso. Y no. No es ni suficiente ni necesario.
Eres claro desenfado Rosemary.
Mejor ser ligera, supongo. Así es lo que leí al menos. Ligero... eso me agrada.
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